Había que ser muy ingenuo para creer que uno de los más graves problemas que padeció esta ciudad durante los años del gilismo, la conformación de un cuerpo de Policía Local de métodos cuestionables y laxos criterios de admisión, se iba a solucionar de forma mágica sólo con la destitución de su antiguo jefe después de que fuese imputado en varios delitos.
También en este asunto la herencia es pesada. Meses atrás ya se supo de una trama que al parecer utilizaba el uniforme, la placa y la pistola para hacer de un prostíbulo su centro de ocio nocturno, en régimen de todo incluido, y aún espera por aclararse en los juzgados el caso gravísimo de un vecino que resultó muerto mientras era detenido por cuatro agentes.
Ninguno de estos sucesos es comparable en su gravedad con el episodio de estos días, que bien podría quedarse en una anécdota curiosa si no fuera porque revela en qué puesto de su escala de valores sitúan buena parte de los miembros de la Policía Local el servicio a los ciudadanos. Ya se había visto cuál es su opinión ante los métodos de protesta civilizados y democráticos cuando interrumpieron el pleno de marzo durante casi una hora para quejarse por la asignación de pluses. Aquella protesta dio lugar a la apertura de expedientes informativos, ya que interrumpir un pleno municipal por la fuerza no es precisamente lo que se espera de los servidores públicos, que bien podrían haber tomado ejemplo de las madres de alumnos de primaria que se manifestaron ese mismo día y en el mismo escenario, pero de forma civilizada. Algunos agentes han respondido, una vez más, utilizando la placa, el uniforme y la autoridad para servir a sus intereses. Que pueden ser muy legítimos, pero son los suyos.
Durante las dos madrugadas del pasado fin de semana impusieron 260 multas en algunas de las barriadas más populosas de la ciudad, donde los vecinos aparcan donde pueden ante la falta de espacios disponibles. Algún cínico podría argumentar que si los coches estaban mal aparcados no cabía hacer otra cosa, pero eso no explica que el número de sanciones se haya multiplicado por cinco en sólo dos noches, ni que se multaran coches en calles donde no había señales de prohibido aparcar, ni muchos menos que algunos agentes, en el calentón sancionador-reivindicativo, se saltaran las zonas de vigilancia que les habían sido asignadas.
Llegados a este punto, y cuando se utiliza el uniforme para algo diferente de aquello para lo que ha sido entregado, la mayor o menor justicia del reclamo pasa a un segundo plano. Bien es cierto que el equipo de gobierno municipal se está topando ahora con la intransigente realidad. Los recursos municipales alcanzan para lo que alcanzan, y en épocas como ésta, aún para menos. Ya no se pueden sostener privilegios, y es ahora cuando más de uno se debe estar preguntando en el entorno de Ángeles Muñoz si la decisión de torpedear las drásticas medidas relativas a la inflada plantilla municipal que la gestora quiso tomar en su día, repartiendo a partes iguales el coste político, fue una buena decisión. Es verdad que esos torpedos desde dentro de la gestora y las siguientes promesas ayudaron en su día a los actuales responsables del Ayuntamiento a ganarse las sonrisas de los sindicatos y contribuyeron a la mayoría absoluta en las elecciones municipales, pero pasados los comicios toca gobernar. No hay dinero para mantener privilegios, y ha llegado la hora de cargar con ello. Sin reparto de costes. Los sindicatos policiales le han declarado la guerra al gobierno municipal, y las 260 multas en un solo fin de semana no son más que daños colaterales. Ya se sabe que en las contiendas del siglo XXI el 90 por ciento de las víctimas son civiles. Nadie asegura que esto vaya a acabar aquí. Posiblemente haya más protestas de placa y uniforme. Con los vecinos en la línea de fuego.