La imagen de los trabajadores de Los Monteros celebrando la próxima reapertura del hotel encierra, además de la emoción, algunas lecciones. Si acaso, la más importante reside puertas adentro. Cuando su propia situación personal se deterioraba mientras se iban sumando uno tras otro 18 meses sin cobrar no dejaron que el hotel sufriera un deterioro simétrico, más allá del aspecto de las paredes exteriores donde quedaron reflejadas su indignación y su bronca. Bien es verdad que para muchos de ellos el hotel era su única esperanza, pero los acontecimientos han demostrado que ellos eran la única esperanza para el hotel.
Ahora ha aparecido un grupo inversor, el mismo que reabrió meses atrás el Guadalmina, y Marbella recupera una de sus señas de identidad imprescindibles. Abrirá antes de un mes, y eso será posible porque cuando todos huyeron, los trabajadores se quedaron ahí cuidando al mismo tiempo de su sueño y de un edificio que es patrimonio de la ciudad.
El resurgir de Los Monteros se produce sólo unos días después de que el jeque qatarí que acaba de comprar el Málaga Club de Fútbol anunciara una inversión multimillonaria en un proyecto turístico para Marbella. Todo apunta a que estará dirigida al turismo náutico.
En momentos como éstos es donde hay que aprender a mantener el equilibrio. Por un lado es verdad que es difícil contenerse y no comenzar a proyectar las expectativas de una recuperación de la inversión que permitirá a la ciudad volver a levantar vuelo después de haberse arrastrado durante demasiado tiempo por un paisaje plagado de empresas en dificultades y trabajadores que pierden su trabajo.
Pero no conviene perder de vista que Marbella ha sufrido demasiadas frustraciones como para no haber aprendido ya que los salvadores no existen. El peligro no es tanto el de conceder cheques en blanco como el de creerse que somos tan fantásticos que hay una lista de poderosos inversores haciendo cola para traer su dinero, y que el papel de la ciudad es el de limitarse a abrirles la puerta.
Más allá de los problemas de imagen producto de lo sucedido en los años en los que se perdió el rumbo, Marbella tiene una marca labrada en los tiempos de su nacimiento como un destino mítico. Pero ya no existen los excéntricos millonarios que se instalaban durante todo el verano en el Marbella Club, ni el sur de España es el lugar más exótico al que se puede viajar con cierta seguridad, ni las playas son un espacio donde los turistas se echan a descansar plácidamente en íntimo contacto con la naturaleza.
Es cierto que Marbella sigue siendo un destino turístico con una de las marcas más potentes del mundo, que su oferta gastronómica y de golf tiene poca competencia, que la gran cantidad de turistas que en los últimos años adquirieron una vivienda en la ciudad aseguran un suelo en el volumen de visitas impermeable a las condiciones de los mercados y de la competencia, y que la mayoría de sus hoteles mantienen un nivel de calidad que seguramente no puede encontrarse en ningún otro destino mediterráneo.
Pero no es menos cierto que la imagen aún sufre varapalos periódicos, que los cruceros fondean en alta mar porque no tienen un puerto donde atracar, que la falta de transporte público aleja al aeropuerto, que las playas son cada año más cortas, que Marbella carece a pesar de los esfuerzos de un gran evento anual que la ponga en las portadas de todo el mundo y, sobre todo, que el modelo económico y turístico ha cambiado tanto que obliga a la ciudad a reiventarse permanentemente.
Ante una semana como la que acaba de terminar hay dos actitudes posibles: complacernos de lo fantásticos que somos o encarar las tareas pendientes con el mismo compromiso con la ciudad que los trabajadores de Los Monteros demostraron con su hotel. Está bien disfrutar del brillo. Pero no hay que dejar que el deslumbre nos haga cerrar los ojos.