Durante los años en que el gilismo se adueñó de Marbella, los dos grandes partidos no sólo mostraron incapacidad para hacerle frente. También pusieron en evidencia su falta de sentido del Estado. Frente a un desafío al núcleo del sistema democrático, optaron por lecturas de corto alcance. Unos lo consideraron la oportunidad para dividir el voto de derecha; los otros, un potencial aliado contra la hegemonía del PSOE en las instituciones. Ninguno lo vio como lo que era: un gigantesco desafío al Estado de Derecho que obligaba a cualquier dirigente responsable a pactar con el adversario una estrategia común.
Acabado el gilismo, por su propio agotamiento y no por mérito de los partidos que se turnan en el gobierno de las instituciones, se dijo que recuperar la buena imagen de Marbella era una prioridad absoluta. Una cuestión de Estado. Mentira.
La Junta de Andalucía gasta millones en campañas de promoción mientras su presidente se jacta de no visitar la ciudad y deja pasar el verano entero sin rectificar. El Ayuntamiento promete transparencia y gestión irreprochable, pero suma un nuevo episodio que mezcla lo público con lo privado. Primero fue un edil que vendía material de construcción al Ayuntamiento, después otro que le alquilaba un edificio. Ahora es la adjudicación de un local del puerto al hermano de una concejala.
Se argumenta que hay informes legales que avalan la operación, pero se confunde lo legal con lo oportuno. Lo permitido con lo ético. Lo excusable con lo estético. También se confunde la promoción personal de los políticos con la imagen de la ciudad. Pero es un equívoco. Lo primero figura bien arriba entre las prioridades. Lo segundo, debajo de todo.