El rifirrafe político no mengua en Cortes de la Frontera; es más se acrecienta por días. Pero ello no es óbice para que, como siempre, el pueblo en su conjunto siga siendo atrayente para el visitante.
Ahora que los rigores del verano empiezan a quedar atrás y ya no parece tan fastidioso adentrarse en el interior de la provincia, en donde bien mirado, cuando la época estival en plena efervescencia aletarga y desanima, disuadiendo a cualquiera a recorrerla, ya sea en coche, en bici o a pie, es el momento propicio para dejarse caer por alguno de los pueblos de la Serranía de Ronda. Cerraron chiringuitos playeros, volvieron las voraces gaviotas a reconquistar su feudo de arena y olas, huérfanas ya de bañistas y nos preguntamos adónde dirigir nuestros pasos el fin de semana o el día festivo y de asueto. La elección no es fácil, que son muchas y variadas las propuestas.
Cada pueblo, cada lugar, aun compartiendo tradiciones e historia con el vecino, posee aquello que lo hace único en el conjunto y que, marcando la diferencia con el resto, sirve para que lo recordemos: un monumento histórico o natural, una calle, un yacimiento prehistórico que habla de sus raíces profundas, una iglesia… Todo parecido, pero nada igual. Siempre se nos ofrece algo que pareciendo quizás repetitivo encierra la peculiaridad de la que hace gala el pueblo en cuestión y, por lo mismo, sus habitantes.
Situado en las estribaciones de la Serranía de Ronda, rodeado por las sierras de los Pinos, Blanquilla Y Libar, se encuentra el término municipal de Cortes de la Frontera, no muy lejos del río Guadiaro, que marca durante un trecho la divisoria entre las provincias de Málaga y Cádiz para seguir su curso a lo largo de ésta última provincia hasta su desembocadura.
No vamos a detenernos por ahora en su en la particularidad montuosa del término municipal ( 17.000 hectáreas) y su mar de alcornoques entre los que se haya una importante reserva de venados y corzos. Tampoco lo haremos en las sucesivas etapas de su historia: fenicios, griegos, antes, y luego la presencia de Roma y la dominación árabe de la zona, dejaron sus huellas en los alrededores de la población. Sí, lo haremos en dos de sus monumentos urbanos que más significativamente trazan sus señas de identidad: El ayuntamiento y la iglesia del Rosario, dos visitas obligadas que nunca deberán pasase por alto en cualquiera excursión que se precie al pueblo, emporio andaluz del corcho.
Aunque el emplazamiento de la población actual data de finales del siglo XVII, adquiriendo en estas fechas gran importancia por la explotación del corcho (relevancia que dura hasta nuestros días como acabamos de ver cuando el consistorio solo ha podido salir de una difícil travesía económica y un conflicto entre concejales merced a los dividendos proporcionados por la corteza de los alcornoques que permitieron el pago a mensualidades atrasadas a trabajadores), el edificio del ayuntamiento se erigió cuando el siglo XVIII tocaba a su fin. Eran los tiempos del rey ´albañil´, Carlos III, conocido así por su celo en poblar de edificios públicos la geografía española. En la fachada del edificio que bebe en el barroco existe todavía una inscripción que da cuenta de su arquitectura clasicista y austera.
Rasgos arquitectónicos que comparte la iglesia parroquial del Rosario, levantada por las mismas fechas. Con tres naves, separadas por arcos de medio punto, se corona con bóveda de medio cañón y baídas en las laterales. Portadas de piedra con dinteles conducen la mirada hasta la torre de dos cuerpos, coronada por airosa aguja que parece buscar ansiosa el azul del cielo.